martes, 8 de septiembre de 2009

El Peor Castigo

11 del mes despecho, 2009

¿Cuál puede ser el peor castigo de una mujer despechada, desesperada, demacrada? Hoy lo descubrí. No es saberse no deseada, ni siquiera saber que no ha sido tenida en cuenta para nada por el objeto del deseo. Para nada. Es algo más ínfimo, más doloroso, desesperante y banal. Es un corcho.

Se preguntarán cómo puede un corcho hundir en la más profunda desesperación (palabra repetida en todas sus variantes en estas líneas, para que sea lo suficientemente gráfico) a una persona que quizás, ya está hundida en el barro desde hace un tiempo, un largo tiempo. Si, señoras solteras que están leyendo esto. Un corcho. El peor enemigo de cualquier mujer (despechada, desesperada y demacrada).

Una noche cualquiera, sucede la peor desgracia. Una no la ve venir, es artera, esquiva pero cuando te cae encima…..Chumbo a la cabeza. Balazo directo a la autoestima. ¡Pum! La barra queda en rojo, titilando, a punto de morir. ¿Cuál es el siguiente paso? (además de intentar contener el llanto). El alcohol. El único “él” que nunca te abandona. Como Rexona. Siempre está, cual taxi boy (porque una tiene que pagar para que le de consuelo, me contó una amiga), esperando su oportunidad de brillar y ser el salvador de la noche. Julieta llegó corriendo a sus brazos pero resulta que Julieta no fue previsora.... Ya había abusado de él antes.... y el pobre estaba en la lona. Como cualquier mujer, Julieta pensó que con poco se arreglaba... pero no, migajas no son suficientes. Y comenzó la aventura. Debido a su estado de ánimo cambiante (ciclotímico, como diría una vieja conocida), pasó de la desolación al odio y furia incontenibles. Esa furia, perversa consejera, la llevó a aventurarse en la negrura de la noche del Cordón (bastante negra, por cierto) hacia el único veinticuatro horas de las inmediaciones. Luego de sortear piropos de dudosa reputación enviados por los cuidacoches de la zona, llegó hasta el oasis lleno de botellas de colores. Estuvo un rato intentando decidirse por alguna y terminó en lo seguro: vino y blanco (porque el glamour es lo último que se pierde). Luego de un retorno al hogar no menos azaroso, llega el momento que le da título a ese remedo de cuento corto que tengo el atrevimiento de narrar bajo los influjos del alcohol (mejor me callo porque no quiero anticipar el final).

Nuestra heroína (porque hay que ser mucho más mujer para soportar todo eso) tiene en sus manos el artefacto eliminador de corchos. Está lista para que el dulce néctar de noventa y cinco pesos uruguayos ingrese a su ser solitario. Entonces, él, receptáculo de todas las frustraciones, se interpone entre la desdicha y el olvido. El corcho. Ese pedazo de mierda (seguramente creado por un hombre) que opone una resistencia digna de un titán. Entonces, el autoconvencimiento: “un corcho de mierda no va a poder conmigo”, “este pedazo de mierda no me va a ganar”, “¡la puta madre, necesito un hombre para que me descorche la botella!”. Pero al final, el sonido onomatopéyicamente inimitable del corcho abandonando el cuello de la botella y entonces, la sensación de poder (que solo dura dos segundos pero... ¡qué dos segundos!) que una mujer desesperada, despechada y demacrada necesita. Ni vos ni este corcho me detendrán. Si, a vos te estoy hablando. No te hagas el pelotudo. Mañana vas a saber lo que te estás perdiendo. Pero eso será mañana; el día que, espero, a las ocho de la mañana se vea interrumpido por un auto que misericordiosamente me atropelle y me evite el indigno momento de debilidad que dio inicio y cierre a este maravilloso círculo vicioso.

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